Prólogo del libro: "La Lucha Del Fénix"
"Cierra los ojos y piensa en lo que has hecho hoy". Eran las palabras que retumbaban en la mente del campeón aquella fría mañana de finales de diciembre de 1999. Pero no podía. Estaba demasiado ocupado llenando sus pulmones de aire puro, tratando de sentir el sabor de la libertad. Estaba demasiado ocupado para darse cuenta de que justo en ese instante, en las puertas de salida de una cárcel de Ibiza, comenzaba a forjarse una leyenda, la suya, aquella que todo guerrero debería tener.

Chinto Mordillo Morante tenía 29 años y, tras los muros de la prisión, dejaba encerrados los recuerdos de "una época para olvidar". Dos años alejado de los rings, trabajando como guardaespaldas de "gente inapropiada", le habían acercado demasiado al mundo de las drogas y el alcohol, y le habíían convertido en un ex presidiario con 4 meses de condena a sus espaldas.

Lejos quedaban las películas de Bruce Lee que, con tan solo ocho años, le habían llevado a querer practicar Karate y Taekwondo; las falsificaciones de la firma de su padre para poder competir siendo todavía un adolescente; los tres campeonatos del mundo de artes marciales conseguidos en peleas por todo el globo; las duras dietas y los entrenamientos; o los recuerdos de las costumbres de Bankog, donde vivía a los veintidós años, cuando "era el mejor luchador de Muay-Thai (boxeo tailandés)" de su categoría.

Aquella mañana de diciembre, Chinto sabía que no tenía nada, que tenía que volver a empezar. Estaba solo y, de nuevo, sentía ese sabor agridulce "de satisfacción y tristeza". Igual que aquella vez en 1994, en Australia, cuando se proclamó, por primera vez, campeón del mundo. Allí, en Australia, culminó un sueño abarrotado de sacrificios y, allí, supo porqué valió la pena "dormir en el ring mientras todo el mundo estaba en las discotecas". Pero allí descubrió también, que estaba solo, que "ese título no iba a cambiar nada", que todo iba a seguir igual. Del mismo modo que en la asfixiante atmósfera de aquel ring australiano, en la fría mañana del diciembre balear, Chinto tensó sus músculos y, como buen guerrero, supo perfectamente qué debía hacer para ganar el nuevo combate que se le planteaba: luchar.

"Cierra los ojos y piensa en lo que has hecho hoy", repite el campeón cada tarde a sus alumnos en su escuela de artes marciales, ubicada en el barrio barcelonés de Roquetes. Su voz resuena dura y a la vez amable entre los sacos de boxeo que se reparten por la humilde sala. La desnudez de su torso rebela un cuerpo robusto, repleto de indescifrables tatuajes que, como cicatrices de combate, se han convertido en "un montón de recuerdos imborrables que tienen un significado especial". Su mirada permanece impasible, segura, propia del maestro que ha recorrido ya un largo camino y, satisfecho, sabe que venció la batalla.

Porque a sus casi 36 años, Chinto sigue siendo el campeón. Aquél que desempolvó sus trofeos y sus guantes y decidió seguir luchando. Aquél que encontró en su pareja, Karla, "un hombro en quien apoyarse en los momentos difíciles". Aquél que supo renacer de sus cenizas y conquistar, de nuevo y por dos veces, en el 2002 y el 2004, el título mundial, cuando ya todos le "daban por acabado".

Hoy, Chinto dirige la escuela de lucha Meguro, en Roquetes, uno de los barrios que le vio crecer. Pero su leyenda, lejos de perderse en el olvido, permanece viva en la mirada de sus alumnos, quienes ven a su entrenador como "un buenazo exigente capaz de hacer que saques lo mejor de ti".

En uno de los barrios más conflictivos de la ciudad, Chinto intenta devolver al deporte lo que éste le ha dado. "Aquí los chicos aprenden disciplina y no están en la calle.". Además, Chinto aprovecha para enseñar todo lo que ha aprendido, dentro y fuera del ring, para que nadie caiga en sus mismos errores. "Yo me he convertido en un padre para ellos, porque he vivido en primera persona sus problemas y los entiendo". Chinto sabe que pronto deberá "cortarse la coleta" y dejar paso a las nuevas generaciones. Pero no quiere ni oír hablar de ello y, al pensar en su futuro, cierra los ojos, respira hondo, y cuando los abre de nuevo, su mirada apacible ya no es la misma, se ha vuelto dura, penetrante. Clava sus ojos en los míos y dice: " Vivo porque soy un guerrero".